miércoles, 10 de agosto de 2011

Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (5)


Nuestros contactos con Venecia eran buenos. De pronto, unos disparos nos desconcertaron por momentos, venían de la playa… Portugueses y venecianos mantenían una intensa lucha. Eso nos beneficiaba pues estaban muy ocupados para buscar el cofre. Desde aquella altura divisábamos toda la playa y toda la ínsula. Vimos que por la otra parte de la isla desembarcaban británicos. Debíamos actuar rápido ya que estos últimos, además de los genoveses, se dirigían ya a las cuevas. Y eso era solo por el momento, pues como anteriormente he mencionado, los franceses también habían desembarcado ya en la isla. Tan solo portugueses y venecianos permanecían imposibilitados para escalar monte Escarnón pues seguían librando una feroz batalla en la playa. Finalmente, restaban los piratas. Pero estos últimos no se atreverían a venir por allí puesto que los cinco ejércitos que allí se encontraban podrían destrozarlos.

Pablo y yo llegamos a las cuevas volcánicas. La lava no permitía la entrada en alguna de ellas pero, ¿por cuál teníamos que ir? Pronto nos lo revelarían los murciélagos. Iniciamos la tanda de bruscos golpes por aquellas inhóspitas aberturas. De cada una de ellas salían muchos murciélagos hasta que por uno de esos grandes agujeros salieron en desbandada multitud de ellos y un profundo eco resonó indefinidamente. Sin duda esa era la gruta más profunda. Entramos pues y notamos enseguida que el calor iba en aumento. ¡Aquello era como un horno! Entre los distintos senderos íbamos probando diferentes vías. Estábamos ya muy adentrados cuando empezamos a oír ruidos, ecos lejanos y, también, creímos escuchar voces a nuestra zaga. Sin duda eran soldados. Lo que desconocíamos era de qué ejército formaban parte, a qué estado pertenecían. Seguimos adelante aunque no sin correr serios riesgos. Los bordes venían rebosando de lava volcánica. Con un solo inoportuno resbalón te precipitabas a un vacío en llamas. A los soldados cada vez los teníamos más cerca, su ritmo era mucho más rápido que el nuestro.

Ya muy adentrados en el interior del volcán encontramos un espacio fuertemente iluminado por los rayos de luz que entraban por unas grietas. Y allí estaba... tan señorial, tan espacioso, tan callado, tan silencioso, tan imperial, tan…

Pablo y yo lo cogimos entre ambos y tomamos otro de los múltiples caminos que allí había para tratar de evitar a los soldados. Aunque aquello pesaba enormemente todo iba a las mil maravillas hasta que nos gritaron:

-Alto alla legione genovesa!


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