El viaje transcurría tranquilo hasta que nos percatamos de la presencia de un barco a pocas millas. La densa niebla dificultaba saber quiénes eran. Nuestras únicas esperanzas eran que no nos avistasen o que, en caso de ser descubiertos, que se tratara de una flota veneciana, con la que podríamos comerciar, puesto que los portugueses, franceses y británicos perseguían nuestro mismo objetivo. Por último, si fueran piratas, las esperanzas de salir con vida eran prácticamente nulas. La niebla se abrió y la luna llena iluminó toda la mar. Pronto observamos que se trataba de un barco británico, desde el que también nos avistaron. Nos hicieron señas para que nos detuviésemos. Sus cañones pronto responderían a nuestra negativa. La expresión tranquila de Éric, que así se llamaba el más joven de nosotros, comenzó a nublarse hasta llegar al extremo contrario. El pánico se apoderó de todos nosotros. El viejo gritaba constantemente:
-¡A estribor, a estribor!, ¡dirijámonos hacia la niebla!
A poca distancia teníamos nuestra salvación y nuestra única esperanza, otra capa nebulosa. El capitán, al que así llamaban los otros dos hombres, ordenó bajar las velas y avanzar mediante los remos hacia el oscuro lado. De pronto y, antes de que pudiéramos camuflarnos, una bala de cañón nos dio alcance destruyendo parte de la proa. El hombre de la cicatriz en la cara resultó herido levemente, pero el muchacho joven se desplomó ensangrentado. Finalmente, nos ocultamos tras la capa de niebla que poco a poco se fue espesando. Éric estaba realmente mal.
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Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (3)
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