lunes, 1 de agosto de 2011

Héctor Castro Ariño: "La espada de hierro", de Julio Manzanaro Nanclares de Oca

Héctor Castro Ariño: “Es un tema desconocido hasta ahora para muchos pero que, sin duda, con la publicación de esta narración histórica el pasado mes de marzo de 2011 se contribuye, y mucho, a la difusión de esta etapa tan apasionante de nuestra Historia”.


La espada fue el arma indoeuropea por excelencia y, muy concretamente, la espada de hierro. Con solo fijarnos en el título de este manual histórico de Julio Manzanaro Nanclares de Oca supondremos con acierto que este libro versa sobre los pueblos indoeuropeos. Eso sí, deberemos adentrarnos en sus páginas para ver que concretamente nos hablará de las distintas tribus indoeuropeas que migraron y dominaron el viejo continente.

El hierro pudiera haber sido utilizado a partir del III milenio a. C., pero las espadas de hierro no serán comunes hasta el siglo XIII a.C. Será sobre el siglo XII a. C. cuando comience la Edad del Hierro en el Próximo oriente y poco antes del 800 a. C. en Europa. Precisamente serán las migraciones indoeuropeas venidas desde las estepas caucásicas las que traerán este metal tan resistente. Un metal negro mucho más duro que el bronce y el cobre. La cultura proto-céltica de Hallstatt (siglo VIII a C.) fue una de las primeras en trabajar el hierro en Europa y en fabricar espadas de hierro.

Mientras progresamos en la lectura de esta obra avanzamos paralela y cronológicamente con las oleadas migratorias indoeuropeas que se establecieron por Europa. Descubriremos con detalle el asentamiento de estos pueblos en Grecia, Italia, Francia, España, Portugal, Inglaterra, Irlanda y Escocia. Asimismo profundizaremos en los “bárbaros” del norte: germanos, eslavos, hunos (procedentes de las “profundidades de Asia”) y godos.

Estamos ante una obra de consulta pero, a la vez, nos encontramos con una lectura amena y sencilla que nos transporta a un mundo fascinante pocas veces tratado tan acuradamente. En algún aspecto filológico los lingüistas no estaremos de acuerdo y, quizá en otros, encontramos a faltar algo más de profundización pero, recordemos, no estamos ante una obra de Lingüística sino de Historia. Julio Manazanaro Nanclares de Oca consigue, sin duda alguna, su propósito de publicar una auténtica “crónica” histórica de las oleadas migratorias de los pueblos indoeuropeos en nuestro continente. De hecho, de la mezcolanza de estas tribus -celtas en una primera etapa-, en muy diversas oleadas, con pueblos establecidos anteriormente en nuestros territorios, como los íberos, son parte de nuestros antepasados. Ancestros que, por otra parte, se volverán a mezclar más tarde con otros pueblos. Importante es recordar que con la romanización de la Península Ibérica llega también otro pueblo indoeuropeo venido de Roma y, más tarde, entrarán los visigodos (indoeuropeos germanos). La influencia de los indoeuropeos fue tal que hasta nos dejaron sus lenguas, de las cuales derivarán, entre otras, el latín, madre de las lenguas románicas y, por ende, todas las de la Penínusla Ibérica a excepción del vasco.

No es muy frecuente escribir crónicas históricas y, mucho menos, que estas versen sobre las invasiones de los pueblos indoeuropeos en Europa. Es un tema desconocido hasta ahora para muchos pero que, sin duda, con la publicación de esta narración histórica el pasado mes de marzo de 2011 se contribuye, y mucho, a la difusión de esta etapa tan apasionante de nuestra Historia.

Como bien dice su autor, este libro es “una recopilación histórica. Es pura ciencia, sacada de los anales de la historia y trasladada al papel con la integridad y lealtad que deben formar parte en la vida de un historiador”. No puedo encontrar mejor definición para este volumen. El propio Manzanaro Nanclares de Oca afirma que su deseo es que La espada de hierro sea una obra “fácil de comprender y útil a la vez para la rápida búsqueda en momento de precisa aclaración de este tema”. Ciertamente, el propósito del autor está cumplido y para los neófitos como yo en esta materia ha sido un auténtico placer leer tan entretenida y, a la vez, divulgativa obra que, además, sirve “de consulta rápida si se toca el tema histórico de las tribus indoeuropeas” como concluye su autor.


Por Héctor Castro Ariño

lunes, 25 de julio de 2011

Per Héctor Castro Ariño: Sense paraules... (3)

Foto realitzada per Héctor Castro


Foto realitzada per Héctor Castro



Foto realitzada per Héctor Castro



Foto realitzada per Héctor Castro



viernes, 22 de julio de 2011

Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (4)

Llevábamos dentro de la cueva un par de horas cuando avistamos cómo llegaba una nave a la orilla…

-¡Eran franceses!

No podíamos perder más tiempo. Si los franceses ya habían llegado, los portugueses ya no tardarían, y la isla estaba llena de genoveses y los británicos también tenían la intención de dejarse ver. Partimos rápidamente intentando no dejar ni huellas ni señales que nos delatasen; era imposible, el fango era el culpable. Eso hacía, si aún cabía más, más peligroso nuestro trayecto. Llegamos a monte Escarnón; llegaba el momento de la verdad. Nos despedimos de Weihoisa y empezamos la escalada. Weihoisa nos esperaría en su cabaña una vez concluida nuestra faena. La subida se presentaba muy dura. De repente, el viejo capitán resbaló…

Q-¡Socorro, he quedado colgado y no sé por cuánto tiempo!

P-¡Aguanta Quesada… agarra ese cabo!

El viejo había quedado colgando gracias a un pedazo de su vestimenta que se había enganchado en una raíz arbórea que sobresalía, pero el impacto que había recibido era muy fuerte.

Q-¡No puedo, creo que me he roto una mano!

El viejo se había propinado un gran golpe en los brazos intentando amortiguar así el choque con el resto del cuerpo y se había lastimado ciertamente las muñecas. Yo estaba más cerca de él que Pablo pero mis esfuerzos por socorrerle eran inútiles, es más, de repente me vi en una situación límite al quedarme atrapado y sin poder salir en un saliente. El pánico se apoderó de mí. Mientras, Pablo subió por fin a Quesada hasta una pequeña explanada y luego se volvió para ayudarme a mí. ¡Qué ironía!, aquel de quien en un principio desconfiaba, ahora me ayudaba.

El viejo Quesada tenía verdaderamente dañadas las manos, si seguía nos pondría a los tres en peligro. No continuó. Buscó un lugar donde ocultarse hasta nuestra vuelta.

Nos íbamos acercando hacia el objetivo de nuestra misión. Eran ya las primeras horas de la tarde cuando divisamos las cuevas pero, ¿cuál de ellas sería?

Quien se hiciera con aquel cofre podría dominar el mundo. Ese cofre contenía el arma más mortífera que la humanidad jamás había poseído. Era capaz de destruir dos barcos de una sola vez, capaz de acabar con cien hombres de una sola vez, capaz de reventar una fortaleza con un solo disparo.

Nosotros, unos buscavidas, unos aventureros, solo la queríamos para sacar una tajada que nos permitiera vivir como reyes. La venderíamos al mejor postor.

Continúa en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (5)

Leer capítulo anterior en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (3)

jueves, 14 de julio de 2011

Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (3)

héctor castro ariño 11A primeras horas de la mañana vimos tierra. Nos dirigimos a la isla y encontramos al viejo Weihoisa esperándonos en la orilla pactada. Nada más llegar junto a él pronunció unas extrañas palabras preguntando:

-¿Quiénes sois vosotros?

Pablo, el hombre de la cicatriz, conversó con él. Weihoisa se dirigió de nuevo a nosotros señalando a Éric y dijo:

-Este joven está muy mal. Yo conozco a alguien que es médico, que es veterinario.

Interpretando sus gestos más que su idioma, lo seguimos. Anduvimos treinta minutos por una zona rocosa hasta llegar a una espesa llanura por donde continuamos hasta una pequeña ladera. Diez o veinte minutos más tarde llegamos a una choza donde dejamos a Éric en un estado muy débil. Pablo, que era el único que lograba entenderse con Weihoisa, nos comunicó que el hombre que habitaba esa vivienda era médico.
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Recobramos fuerzas para seguir pero, unos instantes antes de continuar, el hombre de la cabaña nos informó de la muerte de Éric. Fue un golpe duro, pero todos teníamos en mente el por qué y para qué de nuestra estancia en Isla Coral.

Nos encaminamos hacia las altas montañas no sin ates pasar por la choza de Weihoisa para recoger unos utensilios. La luz del día delataba nuestra presencia pero no había tiempo que perder. Sin saber ni el cómo ni el por qué, la conversación era más fluida, hasta me parecía entender más las palabras de Weihoisa. Quizá la muerte del muchacho nos había enternecido un poco a todos, hasta a Pablo, el hombre de mirada profunda y pocas palabras.

De repente, Weihoisa empezó a balbucear no sé qué, no puedo ni transcribirlo. Finalmente entendimos que se trataba de una patrulla de soldados. Subidos en cuatro árboles logramos pasar desapercibidos. Eran soldados genoveses, los que gobernaban la isla. Cuando el cielo estaba más claro que nunca, Weihoisa dijo:
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-El cielo anuncia tormenta. Allí, hacia esa cordillera. Allí hay una cueva.

Dicho esto, nos encaminamos hacia una cueva y, tras cruzar el umbral e instalarnos en el habitáculo, el cielo y las nubes se dejaron oír en forma de lluvia y truenos.




Continúa en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (4)

Leer capítulo anterior en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (2)

miércoles, 6 de julio de 2011

Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (2)

hector castro ariño c La mañana pasó rápida y sin noticias de ninguna otra nave. La tarde iba llegando y, con ella, una espesa niebla que nos engulló por completo. A la mañana siguiente llegaríamos a nuestro destino. En Isla Coral nos esperaría un viejo llamado Weihoisa, al parecer solo hablaba woshatel, una vieja lengua muy extraña que ya pocos conocían en Europa y que, posiblemente, en el siglo que viene ya ni se conozca. Weihoisa era hijo de woshateles, los cuales habían conservado su lengua vernácula escapando así de la intensa conversión lingüística que se proyectaba ya en todo el mundo. Aún a pesar de hablar lenguas diferentes creía que podría entenderme con el viejo Weihoisa.

El viaje transcurría tranquilo hasta que nos percatamos de la presencia de un barco a pocas millas. La densa niebla dificultaba saber quiénes eran. Nuestras únicas esperanzas eran que no nos avistasen o que, en caso de ser descubiertos, que se tratara de una flota veneciana, con la que podríamos comerciar, puesto que los portugueses, franceses y británicos perseguían nuestro mismo objetivo. Por último, si fueran piratas, las esperanzas de salir con vida eran prácticamente nulas. La niebla se abrió y la luna llena iluminó toda la mar. Pronto observamos que se trataba de un barco británico, desde el que también nos avistaron. Nos hicieron señas para que nos detuviésemos. Sus cañones pronto responderían a nuestra negativa. La expresión tranquila de Éric, que así se llamaba el más joven de nosotros, comenzó a nublarse hasta llegar al extremo contrario. El pánico se apoderó de todos nosotros. El viejo gritaba constantemente:

-¡A estribor, a estribor!, ¡dirijámonos hacia la niebla!

A poca distancia teníamos nuestra salvación y nuestra única esperanza, otra capa nebulosa. El capitán, al que así llamaban los otros dos hombres, ordenó bajar las velas y avanzar mediante los remos hacia el oscuro lado. De pronto y, antes de que pudiéramos camuflarnos, una bala de cañón nos dio alcance destruyendo parte de la proa. El hombre de la cicatriz en la cara resultó herido levemente, pero el muchacho joven se desplomó ensangrentado. Finalmente, nos ocultamos tras la capa de niebla que poco a poco se fue espesando. Éric estaba realmente mal.

Continúa en
Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (3)

Leer capítulo anterior en
Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (1)

lunes, 4 de julio de 2011

Más que informática


Queridos lectores:

Hoy quiero recomendaros un gran blog de informática http://tinomenosesmas.blogspot.com/ que gestiona un buen amigo, Tino. Es un sitio donde podréis consultar y encontrar respuesta a muchas de vuestras dudas informáticas. Además, Tino tiene la virtud de explicar las cuestiones más técnicas y complejas de un modo llano e inteligible para que sea accesible a cualquier persona. En su blog podréis encontrar solución a muchas cuestiones sobre el mundo de los ordenadores, de las nuevas aplicaciones informáticas, de las redes sociales y del ciberespacio.

Ir a Más que informática

lunes, 27 de junio de 2011

Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (1)

héctor castro ariño aPrólogo


Queridos lectores:

Hoy iniciamos una nueva singladura literaria con la entrega periódica a capítulos de un nuevo relato. Es uno de mis primeros relatos de juventud. Quizá por el título el lector pueda pensar que se trata de un escrito de temática metafísica o trascendental. Pero no es así. Estamos ante un relato de piratas y aventuras.

Espero lo disfrutéis.

La verdadera historia del hombre (1)

Estaba paseando por el muelle aquella tarde lluviosa. La tormenta arreciaba fuerte. La lluvia copiosa y el intenso viento castigaban duramente aquella pequeña embarcación en la que debíamos partir al día siguiente. Por un momento vacilé y estuve a punto de echarme atrás, pero mi fuerte irreflexión, mi espíritu aventurero o el designio divino no me lo permitió. Pasé la noche en una posada cercana al puerto. Era un antro de mala muerte, pero discreto. La noche acalló por unos instantes la tempestad, pero solo unos instantes. Mi propia tensión me hizo caer en un profundo pero intranquilo sueño a la vez.

A primeras horas de la mañana me levanté y me dirigí hacia el lugar exacto; el cielo estaba en calma pero en tono amenazante. El soplo seco y frío del viento hizo amagarme bajo mi poncho. Al fin llegué al muelle y me encaminé hacia la pequeña embarcación. Estaba fuertemente dañada, sin duda, por la tormenta de la noche anterior. Dentro me esperaban tres hombres a los que no conocía. A eso de las seis y cuarto zarpamos rumbo Isla Coral.

hector castro ariño b


El mayor de los tres hombres rozaba los sesenta años, de complexión fuerte y alto, y con una poblada barba canosa. El más joven no tendría aún los treinta, era alto y delgado, y de expresión tranquila. El último era el que más me inquietaba, era un hombre maduro, de unos cuarenta años. Embozado como estaba en su capa, no podía verle el rostro. Al fin descubrió su cara. Una cicatriz adornaba su mejilla izquierda. Una mirada fría y penetrante desprendían sus oscuros ojos. De nuevo se volvió a embozar tras su oscura capa. Nadie gozaba decir nada, ni pronunciar un solo vocablo, ni una sola sílaba. Las dificultades con nuestra nave a causa de los desperfectos que ocasionó el fuerte viento y la abundante agua de la tempestad me permitieron oír sus voces. El más viejo, con una voz ronca y profunda, ordenó taponar algunos agujeros, y enderezar los mástiles con unos cabos que allí había. No sabíamos cuánto podría aguantar nuestro pequeño barco. Si los piratas nos encontraban, no podríamos pensar siquiera en huir, aquella embarcación era tan frágil como un tapón de corcho en un pozal de agua. Por esas aguas navegaba De Quintana, el bucanero más sutil que jamás conocí. Sé que pensarán que esta historia que les estoy relatando es del siglo pasado, donde la lucha con los asaltantes marinos era muy frecuente, pero se equivocan, estamos en pleno siglo XVIII, y lo que aquí estoy narrando sucedió mientras corría el año de gracia de mil setecientos cincuenta y cinco.

Continúa en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (2)
Para leer otro relato literario pincha en Asesinato en la niebla (1). Por Héctor Castro Ariño