sábado, 25 de julio de 2020

Como si las piedras hablasen

casilla san chuan
Pie de foto: La antigua casilla del Canal. Partida de San Chuán (Altorricón).

Colaboración publicada en El Cruzado Aragonés.

Aragón nace en la comarca de La Litera. Quizá esta frase pueda sonar muy pretenciosa, pero es todo lo contrario. Se trata de una simple, pero contundente, presentación de esta pequeña comarca situada en el noreste de la provincia de Huesca y, dicha locución o enunciado viene a colación de una anécdota protagonizada por un agricultor, de edad muy avanzada, de un pueblo allá en los confines de Aragón. Así pues, alguien me contó una vez que, en una de esas numerosas encuestas precocinadas que en los últimos años nos hacen a los habitantes de la zona oriental de Aragón, un técnico sociolingüista topó con un paisano que regresaba de sus tareas agrícolas. El célebre encuestador sacó su grabadora, su libreta y su bolígrafo y, tras presentarse e intercambiar unas palabras de cortesía con su interlocutor, pasó a la acción directa:

       ¿En este pueblo acaba y muere Aragón, verdad?

La respuesta del labrador fue rotunda a la vez que categórica e irrebatible:

       No señor, se equivoca. En este pueblo empieza y nace Aragón.    

Antonio Ubieto,  uno de los mejores historiadores aragoneses, certificó que “A lo largo de ambos siglos (XII y XII) aparecen constantemente documentadas como ‘tenencias’ aragonesas las de Benabarre, Benasque, Calasanz, (…), Ribagorza, San Esteban de Litera, (…), Tamarite de Litera, (…)”.[1]

Las poblaciones de La Litera siempre se rigieron por los Fueros de Zaragoza o de Huesca. Tamarite, por ejemplo, se rigió por el Fuero de Zaragoza. El 6 de febrero de 1228, en las Cortes aragonesas celebradas en Daroca, Lérida juró fidelidad a Alfonso –hijo de Jaime I-, heredero de Aragón que nunca llegó a reinar puesto que murió antes que su padre. Posteriormente, la ciudad de Lérida, por donde corría la moneda jaquesa, se negó en un principio a jurar fidelidad a Pedro, heredero de lo que más adelante se llamará Cataluña. En 1243 Jaime I estableció la frontera entre Aragón y Cataluña integrando las tierras que van desde el Segre hasta el Cinca en territorio aragonés, incluyendo la ciudad de Lérida -que en aquellos momentos no formaba parte ni del reino de Aragón ni del Condado de Barcelona, ya que gozaba de un estatus de ciudad libre-. Tras unos años (1244-1300) en que Jaime I estableció una nueva frontera integrando Lérida, La Litera y Ribagorza en Cataluña, en el año 1300, en Cortes celebradas en Zaragoza, Jaime II, apodado el Justo, fijó una nueva frontera estableciendo los límites entre Aragón y Cataluña en la clamor de Almacellas –tal y como hoy siguen-. La Litera y Ribagorza volvieron al lado aragonés mientras que Lérida se quedaría definitivamente en el lado catalán. Ferran Soldevila apunta la posibilidad de que los habitantes de Lérida sufrieran una presión por parte de los condados de Barcelona para sentirse catalanes hasta el punto de redactarse un cantar de gesta propagandístico que: “degué ésser un dels elements de la propaganda pro lleida catalana que es degué desplegar per Catalunya”.[2][3] Finalmente, el 30 de noviembre de 1833, con el decreto de creación de las provincias, volverá a haber una división en Ribagorza pasando una parte de esta a Cataluña. La comarca que hoy se denomina Alta Ribagorça, y que tiene su capital en el Pont de Suert, se desmembró de Ribagorza incluyéndola en la provincia de Lérida.

Tras esta extensa perorata permítanme tornar al punto de inicio, al punto de partida geográfico y sentimental de La Litera. Una tierra en la que creo que sus piedras hablan. Al norte limita con la comarca de Ribagorza; por el sur, con la del Bajo Cinca; al este linda con la provincia catalana de Lérida y, por el oeste, colinda con las comarcas del Cinca Medio y del Somontano de Barbastro. Lo pueden comprobar en un mapa. Una pequeña parte de los términos municipales de Peralta de Calasanz y de Azanuy-Alins lindan por el noroeste con el Somontano.

Algunos de los que hemos vivido muchos años fuera de nuestra tierra de origen hemos desarrollado, al menos eso creo yo, una receptividad y una perceptibilidad especiales con respecto a nuestro territorio. Me atrevería a decir que gozamos, o sufrimos, depende de cómo se mire, de una sensibilidad extraordinaria, cuando no hiperestesia, que hace que sintamos Aragón muy intensamente en cualquier lugar del planeta donde nos encontremos y que hace que ese sentimiento se desboque en el momento en que entramos en el viejo Reino. En mi caso, cuando regreso a Aragón después de una estancia afuera, siento que estoy en el hogar y experimento un paulatino sosiego. Esta sensación se multiplica exponencialmente en mi comarca literana, donde percibo los colores de sus campos y montes a través de una espesa niebla en invierno, y de un sol de justicia en verano. En primavera y otoño el clima nos da una tregua y aumenta la confortabilidad de esta tierra agrícola y ganadera.
Pasear por las calles de Tamarite de Litera me retrotrae a mi infancia y más allá; a veces retorno a un tiempo pasado que no viví. La capital histórica de La Litera mantiene, a pesar de haberse derruido algunos de sus destacados palacetes, su magia señorial de antaño. Ir, volver y volver a ir a Rocafort no me cansa nunca. Recorrer sus pequeñas calles, hoy tomadas por la maleza, me produce una simbiosis con las piedras que antaño eran hogares. Lo he dicho antes. Es como si las piedras hablasen. Imagino un pequeño pueblo lleno de vida, una vida difícil, pero feliz. Niños correteando por los angostos callejones y hombres volviendo de los campos, de unos campos no excesivamente fecundos. Evoco a grandes mujeres en un aldea donde su figura se multiplica en una más que vital trascendencia para la propia supervivencia de la localidad. Mujeres trabajadoras e infatigables, con lluvia, sol o viento. Rocafort, un pequeñísimo pueblo de escaso censo pero de mucha épica donde ni el agua corriente ni la luz eléctrica llegaron jamás. Transitar por los caminos de Altorricón, dirigirse a su ermita de San Bartolomé o encarar la cuesta de Lo Pontet mientras tañen las campanas de la iglesia es algo que, a pesar de su cotidianidad, no deja de ser un seductor ritual que, una vez te atrapa, ya nunca te dejará. Como tampoco te dejará nunca la fascinación que se concibe al caminar por el Barranco de Gabasa, lugar en que nace el río Sosa y donde su vegetación y saltos de agua te confundirán con el Pirineo. Gabasa resiste el paso del tiempo, como también lo hacen sus escasos vecinos. Otro pueblo que no rebla y que sigue mirando al futuro, a pesar de tener censados poco más de 160 habitantes, es Azanuy, donde cultura y dinamismo se dan la mano año tras año.

Podríamos seguir enumerando todos y cada uno de los pueblos de la comarca, pero nos faltaría espacio para tal empeño. Lo mejor es que sean ustedes, los que están leyendo estas líneas, quienes descubran si mis palabras son solo eso, o bien, si mis vocablos son la antesala de lo que intento transmitir.

A veces hay algo que nos ata a un territorio. Por mucho tiempo que haga que no hayas estado allí, existe una especie de hilo invisible inquebrantable que consigue mantener la ligazón para siempre. Es un filamento diamantino, pero flexible, que puede dilatarse y contraerse, mas siempre hace su función conductiva entre las dos almas, la propia y la pétrea. Aunque, para ser justos, no solo nos hablan las piedras, sino que las hojas, los árboles, las liebres, los mochuelos, el timó, estremencillo o tremoncillo (tomillo)… e incluso el propio viento nos dan conversación si nos detenemos y nos deleitamos con lo que nos rodea y llevamos al máximo nivel el Carpe Diem de Horacio. Es más, hay ocasiones en que, escuchando el latir de mi corazón, creo percibir las voces de mis ancestros que se funden en el tiempo de los orígenes de una comarca donde nace Aragón.



[1] Ubieto Arteta, Antonio, “Los límites de Aragón” en Historia de Aragón; p. 316.
[2] Ubieto Arteta, Antonio, “La formación territorial” en Historia de Aragón, p.331.
[3] Soldevila, Ferran, Les prosificacions en els primers capítols de la crònica de Desclot en el “Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona”, nº 27, p. 86.


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